A solas
Siempre había sido un buen amigo. Se podían pasar horas mirándose y aunque la gente no terminaba de entenderlo, ella era feliz así.
Eso fue en la infancia, pero cuando llegó la pubertad y la temida adolescencia, todo cambió. Su cuerpo sin forma empezó a desarrollar curvas, y de pronto el resto del mundo también la miraba.
No le gustaban los cambios. Ella era feliz a solas con él y no quería atraer las miradas de nadie más. Se sentía extraña en su propio cuerpo y empezó a sentir que incluso su gran amigo la miraba mal, como riéndose de su nueva figura.
Poco a poco la inseguridad se abrió paso en su joven cabeza y su autoestima, tan fuerte hasta ahora, se tambaleó ante el peso de las hormonas que ahora la dominaban.
Por más que intentaba ocultar su cuerpo bajo ropas holgadas, no conseguía más que atraer nuevas miradas que ella confundía con desprecio e incluso asco.
Su frágil mente no pudo soportarlo más, y una tarde después de clase, harta de las burlas de sus compañeros, se armó con el martillo de la caja de herramientas de su padre, dispuesta a borrar la sonrisa burlona del que ahora se había convertido en su peor enemigo. Se dirigió a su habitación, donde sabía que le esperaba y sin mediar palabra descargó contra él toda su ira y frustración.
Sus padres subieron alarmados por el escándalo, y al abrir la puerta vieron la sangre manchando la alfombra, y comprendieron el extraño comportamiento de su hija los meses anteriores, al verla llorar desconsoladamente mientras el enorme espejo que tanto le gustaba, le devolvía una a una todas las lágrimas, hecho añicos en el suelo.